“Una de las (contundentes) conclusiones de la Muestra de Cine Europeo Contemporáneo de Barcelona: en España hay demasiados festivales”. Fotogramas, julio 2007. Sección Fahrenheit 451.
En los últimos meses han aparecido en los medios y secciones de información cinematográfica diversas declaraciones que apuntan a que el número de festivales en el Estado español es superior al deseable. La cita que abre este texto, por ejemplo, surge de las conclusiones a una mesa redonda que contó con la presencia de los directores de varios festivales importantes: José Luis Cienfuegos (Gijón), Àngel Sala (Sitges), José Luis Rebordinos (Donostia), Manuel Grosso (Sevilla) y Luis Miranda (Las Palmas). En otra mesa redonda, en este caso organizada por Cahiers du Cinéma España, Pedro Zaratiegui (Golem Distribución) declaraba: “Estamos viviendo una eclosión escandalósamente abrumadora y estúpida de festivales a lo largo de todo el país”.
En la opinión publicada, es decir en el discurso legitimado por los diversos medios de comunicación, parece ser que se está construyendo un consenso al respecto, y puede no pasar mucho tiempo hasta que ello se convierta en una creencia sostenida de manera más general. Como habitualmente existe un cierto desfase entre un desequilibrio y las manifestaciones del mismo, puede afirmarse que el problema, si es que existe, no es nuevo.
Cariño, he encogido a los niños
Uno de los primeros análisis mínimamente estructurados al respecto apareció el pasado año en el diario La Vanguardia, en un artículo de Salvador Llopart que, haciendo referencia a la situación de Barcelona, se titulaba de manera harto apropiada En estado de festival permanente. Llopart radiografiaba el panorama barcelonés con certera brevedad: el reducido tamaño, la escasa profesionalidad, la constante precariedad económica, la duplicación de propuestas parecidas y lasaturación del calendario. Cabe resaltar la perspicacia del periodista al introducir estos problemas y vicios, hasta el momento individuales y privados, en cuestiones de discusión pública, con intervención incluida del entonces conseller de Cultura de la Generalitat Ferran Mascarell, que como buen político esquivó deportivamente todo apunte comprometido y se dedicó a establecer lo obvio: la abundancia de festivales “habla primero de un deseo de ver un cine diferente por parte de un público, y después de la existencia de grupos de aficionados capaces de llevar su compromiso por el cine hasta el punto de organizar, por sus propios medios, eventos como los citados”. (2)
La descripción de Llopart es, con pocas modificaciones, aplicable al panorama español: exceptuando un reducido grupo de ‘grandes’ festivales, encontramos una enorme masa de pequeños certámenes con los mismos problemas. La estructura de los festivales españoles mimetiza, pues, la del cine patrio: en lugar de una industria, se ha optado por organizarse en una miríada de minifundios… subvencionados, eso sí.
El uso de las comillas en el párrafo anterior no ha sido inocente: los grandes festivales españoles, Donostia incluido, encogen cuando se comparan no ya con la primera división internacional (Cannes, Toronto, Sundance, Berlín…), también con la segunda (Rotterdam, SXSW, Films du Monde…) especialmente en relación al impacto industrial e internacional de los mismos. A nivel organizativo, las estructuras de nuestros festivales no resisten tampoco comparación. Por ejemplo, un evento tan consolidado como Sitges tiene una estructura estable, a mi entender, absolutamente insuficiente para los objetivos y envergadura del festival, lo que pone de manifiesto el difícil trabajo que debe realizar el equipo liderado por Àngel Sala, independientemente de que también sea susceptible de crítica, como todo en este mundo.
Y es que en los últimos años se ha puesto de moda poner a los festivales de toda la vida a caer de un burro. Ya sea por ‘problemas’ en la programación y en la organización, o por las decisiones incomprensibles del jurado, eventos como Gijón, Sitges y sobre todo Donostia han recibido palos que, más o menos justificados, a veces no tienen en cuenta las dificultades a las que estos se enfrentan, exacerbadas por la proliferación de nuevos festivales, que ha afectado especialmente a los históricos.
Por ello -y utilizando jerga de gacetilla económica-, que la oficialización de la burbuja festivalera que abre este texto haya venido de la mano de los directores de algunos de estos festivales grandes es en parte lógico, si bien no deja de ser irónico. Lo mismo puede decirse del hecho de que se haya producido en la ciudad de Barcelona, posiblemente el lugar del universo conocido con más festivales por metro cuadrado. Por poner un símil, es como si un grupo de grandes promotoras inmobiliarias anunciara que sobran promotoras a patadas… y escogiera Valencia para hacer el anuncio.
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